Hergé en Madrid
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Aún vivía Hergé cuando, el 28 de junio de 1979, la muestra reunida bajo el lema El museo imaginario de Tintín -con la que se conmemoró el cincuentenario del personaje- fue inaugurada por la sociedad de Exposiciones del Palacio de Bellas Artes de Bruselas. Me da la impresión de que fue entonces cuando nació la tintinofilia tal y como ahora la conocemos: ese afán de datos concernientes a las aventuras de Tintín. Un estadio posterior a la lectura extasiada de los álbumes del infatigable reportero de Le Petit Vingtième; un nivel al que sólo llegan algunos -cada vez más y yo aspiro a ser uno de ellos- que han descubierto ese don de la infancia infinita al que parecía aludir el eslogan de la colección -“Para jóvenes de siete a setenta y siete años”- y la mera relectura de los álbumes les sabe a poco.
Fue en aquella muestra bruselense donde se materializaron por primera vez algunos de los objetos imaginados por Hergé en sus viñetas -el fetiche arumbaya, el cetro de Ottokar, la momia de Rascar Capac…-, que, algunos años después, ya en los 90, con la llegada del merchandising, inspiraron varias de las primeras miniaturas. Pero fue el catálogo de El museo imaginario, traducido al español en 1982 por Juventud, la misma editorial de los álbumes, el que, a fe mía, puede considerarse el primer texto canónico de la bibliografía tintinófila. Al menos fue el primero que yo atesoré.
Muerto el creador de Tintín en 1983, ya en el 86, también con el sello de Juventud, llegó a las librerías autóctonas Conversaciones con Hergé de Numa Sadoul. Sólo por las referencias que se hace a ellas en el resto de estos trabajos, no hay duda de que las Conversaciones… son uno de los pilares sobre el que pivota toda la bibliografía tintinófila, todo un subgénero en lo que a los estudios del cómic se refiere. Una corriente que ha encontrado una de sus mejores y más habituales expresiones en los catálogos de las distintas exposiciones.
Desde El museo imaginario…, Tintín ha sido una presencia frecuente en las salas y centros de Arte del mundo entero. Entre las muestras francesas, quizás quepa destacar Tintín, Haddock et les bateaux, abierta en Saint-Nazaire en 1999. Ampliada y enriquecida con piezas únicas y muy valiosas, procedentes de la Fundación Hergé y del Museo de la marina francés, tuvo un nuevo recorrido bajo el lema Mille sabords!, que arrancó en la primavera de 2001 en el Palais Chaillot de París. Ya en 2003 cruzó los Pirineos y fue abierta en el Museo marítimo de Barcelona bajo el lema ¡Rayos y truenos! Tintín y el mar de leyenda. Ese mismo tercer año del presente siglo, Zendrera Zariquiey traducía al español el catálogo correspondiente.
Y aterrizaron en La Luna, publicado en España en 1988, fue un delicioso estudio sobre las concomitancias existentes entre el sueño de Hergé en el díptico lunar -y el viejo anhelo del hombre, desde Ariosto a Méliès, desde Cyrano de Bergerac a Julio Verne- de arribar a nuestro único satélite natural-, nacido como catálogo de la muestra De la ficción a la realidad. Tengo entendido que fue inaugurada en el Centro Wallonie de Bruselas en el 84. Desde entonces ha tenido un largo recorrido. Y, muy probablemente, fue el origen de las muestras celebradas con motivo del cincuenta aniversario del alunizaje en el circuito expositivo de la Caixa.
Pero en lo que a las exposiciones de Tintín en España se refiere, es de mención obligada la inaugurada en 1984 en la Fundación Joan Miró bajo el lema Tintín en Barcelona. El manifiesto en su contra, firmado entre otros por Juan Cueto, Román Gubern, Víctor Mora o Maruja Torres, provocó toda una controversia con los admiradores del mejor periodista del mundo -Ludolfo Paramio, Juan d’Ors…- que supuso un verdadero acto de afirmación de la Línea clara. En fin, las exposiciones sobre Tintín tras la muerte de Hergé, no sólo han generado algunas de las polémicas más estimulantes del mundo del cómic, también han marcado el curso de la tintinofilia.
En lo que a la bibliografía en español se refiere, está claro que ésta arranca con Tintín, Hergé y los demás (1988), de Juan d’Ors, la lectura que, a mi particularmente, me descubrió la literatura tintinófila. Felizmente ha venido a sumarse ahora el catálogo de la exposición sobre Hergé, inaugurada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el pasado octubre y clausurada recientemente. Siempre fagocitado por su personaje, fue Hergé quien quiso descubrírsenos entonces. Pero me da la sensación de que Tintín ha vuelto a eclipsar a su creador.
A no ser que viajasen a París hará ahora seis años, cuando esta misma propuesta madrileña se inauguró en la sala Grand Palais de los Campos Elíseos -o a cualquier otra de las ciudades de Europa, Asia y América donde se ha abierto en el lustro transcurrido desde entonces-, ni siquiera los tintinófilos más arrebatados, habrían tenido oportunidad de admirar las siete pinturas abstractas, originales de Hergé, que se han visto en el Círculo de Bellas Artes.
Organizada por el Museo Hergé y Sold Out, la exposición me ha parecido deliciosa. Recuerdo especialmente esa reproducción a escala de la sala del telescopio de La estrella misteriosa (1942). Pero a lo que voy es a el catálogo. Supongo que a excepción del prólogo de Julián Hernández -el fundador de Siniestro Total es un conocido tintinófilo- y el espléndido artículo de Joan Manuel Soldevilla Albertí, todo un experto en la obra de Hergé, el resto de este álbum de amenidades tintinófilas -pues de eso se trata al fin y al cabo- será idéntico al catálogo editado en las distintas ciudades donde se haya inaugurado la muestra. En cualquier caso, los lectores de las aventuras de Tintín ya sabían del interés por el arte contemporáneo de su autor. Tintín y el arte Alfa (1986), la entrega que quedó inacabada con la muerte de Hergé y que no se ha concluido porque él así lo dispuso, trata sobre un falsificador de estas creaciones.
También había noticia de su notable colección de arte contemporáneo en la que destacaban obras de Roy Lichtenstein, Serge Poliakoff, Jean Dubuffet, Andy Warhol y Lucio Fontana. De este último, Hergé fue uno de los primeros coleccionistas. De lo que yo no sabía nada es de que el historietista visitó la España de la II república -incluso El Prado madrileño- con su grupo scout. Desconocía toda la serie de curiosidades, que Soldevilla Albertí nos refiere en su magnífico relato de la peripecia de las aventuras de Tintín para su publicación en España. Aquel país en el que aún se llamaba “tebeos” a los cómics.
Yo los sigo llamando así con frecuencia por mi sempiterna propensión a la nostalgia. Pero ello no es óbice para que no recuerde que estaban concebidos para el consumo rápido y, como tal, su elaboración dejaba mucho que desear. Sin ir más lejos, lo más normal era que sus fondos se abandonasen. Como sigue haciendo ahora la Línea chunga.
Así las cosas, cuando en 1958 la Editorial Juventud, fruto de la insistencia de Conchita Zendrera -la primera traductora de Tintín al español-, decidió iniciar la publicación de las aventuras del infatigable reportero, con lo primero que tuvo que bregar fue con ese prejuicio que obraba en España de considerar arte menor, arte ínfimo, a los tebeos. El mismo Hergé, como quedó de manifiesto en la exposición madrileña, imaginó un futuro en el que el cómic fuese considerado ese noveno arte que es ahora. Pero en aquel 1958, que vio la luz la primera traducción española de El cetro de Ottokar (1938), hubo que desarrollar toda una campaña publicitaria en la que se marcaban las diferencias entre las aventuras de Tintín con los tebeos al uso. Aquéllas eran álbumes llenos de cientos de viñetas a todo color, que se vendían en librerías; estos, rudimentarios cuadernillos en blanco y negro, generalmente apaisados, que se compraban en quioscos. Cuatro o cinco años después, un alumno de mi madre me regalaba un ejemplar de la segunda edición patria de La estrella misteriosa y, al punto, sin saber leer aún, descubriendo esas luminosas viñetas con verdadera fascinación, dio comienzo mi pasión más antigua.
Ya en el 52, Casterman había publicado sendas traducciones del díptico del Unicornio -El secreto del Unicornio (1943) y El tesoro de Rackham el Rojo (1943)-, pero aquello no acabó de funcionar. La editorial que consiguió que las aventuras de Tintín arraigasen en España fue Juventud. Las sabias afirmaciones de Soldevilla Albertí me han despejado, además, una incógnita. A menudo me han preguntado por qué tardaron tanto en llegar a nuestro país las aventuras de Tintín si en ellas no hay nada que pudiera molestar a Franco. Ahora sé la respuesta: el menosprecio con el que se consideraba al cómic en la España del tebeo, que con tanto acierto la llamó Antonio Altarriba en su encomiable historia de la historieta patria de 2001.
Finalmente, también he encontrado en ese admirable artículo de Soldevilla Albertí la explicación a esa pregunta sobre el rudimento del cómic patrio -amado desde el Pumby de José Sanchis Grau hasta Mortadelo y tantos otros personajes de Francisco Ibáñez-, que me vengo haciendo desde que yo mismo me planteé sus diferencias con Tintín. Los historietistas españoles, al cobrar mucho menos, estaban obligados a trabajar mucho más rápido para producir más y ganar suficiente como para sacar su vida adelante. Ese círculo vicioso fue la triste suerte del gran Ibáñez y tantos otros dibujantes autóctonos que no tuvieron tiempo para elaborar debidamente su trabajo.
Publicado el 25 de febrero de 2023 a las 03:30.